Son muchos los que afirman que son paradigmas de asentamientos humanos sostenibles, entre otros, las aldeas prehistóricas. Pero si se lee “El Clan del Oso Cavernario” con algo de visión científica, además de con la visión emocional y poética que indudablemente posee esta maravillosa novela de Jean M. Auel (es una recomendación…), se cae en la cuenta de que ese concepto de sostenibilidad, que coincide con el que generalmente tenemos, es equivocado. Y es que ese modelo prehistórico se basa en un principio no sostenible: no generar sistemas cerrados en los ecosistemas sobre los que se actúa.
Así pues, la supuesta relación directa ente naturaleza y sostenibilidad no existe, como tampoco entre lo artificial y lo insostenible; se descubre que lo importante en la sostenibilidad no son solamente las partes que intervienen, sino la interrelación que existe entre ellas.
Entonces, ¿qué es la sostenibilidad?
La definición de consenso más consolidada es la establecida en el capítulo 2 del conocido como Informe Brundtland: “El desarrollo sostenible es el que satisface las necesidades actuales sin comprometer la capacidad de futuras generaciones de satisfacer las suyas”.
Por tanto, en la base del concepto de sostenibilidad está la idea de transferir de generación en generación capital artificial, humano y natural, de manera que cada generación pueda vivir de intereses derivados de la herencia recibida y no del propio capital principal.
También queda patente el carácter local del concepto, aquel que tiene la certeza de que sólo la aplicación del conocimiento a cada tiempo, lugar y sujeto permitirá establecer las acciones apropiadas para un desarrollo verdaderamente sostenible: es decir, no existen procedimientos de “validez universal”, sino que cada caso debe encontrar sus propios mecanismos, soluciones y formas.
Y, como parte esencial del concepto, su relación con el medio ambiente. Si se parte del hecho de que la interacción entre “entorno natural” y “entorno artificial” define el carácter sostenible de un espacio en el tiempo, además de una nueva actitud frente al quehacer vital de las personas, la salud de la naturaleza debe ser considerada como esencial para el bienestar y la supervivencia de la humanidad.
Así pues, como apunta Ruano, la sostenibilidad sólo será factible si, entre otras cosas, se consigue crear una mayor conciencia entre la gente sobre las implicaciones negativas que tienen ciertos modos de vida. Y para que surja esta conciencia, los seres humanos, tanto individual como colectivamente, deben empezar por creer realmente que la salud de la Tierra es una tarea común y compartida, que este planeta es nuestro único hogar y que, si queremos detener el deterioro ambiental, hay que considerar seriamente nuestros modos de vida urbana. Y para que pueda producirse este cambio radical, todos hemos de empezar a sentirnos tanto parte de la solución como del problema.
En la actualidad no puede entenderse el desarrollo sostenible sin una interacción entre el medio económico, ambiental y social. La involucración es la auténtica clave para el desarrollo de comunidades humanas sostenibles, aunque ¿realmente las consideramos esenciales y apostamos por ellas? Seguramente sea un buen momento para reflexionar sobre esta cuestión, si no se ha hecho ya…
El urbanismo contemporáneo, heredero del movimiento moderno surgido en el siglo pasado, ha olvidado el hacer ciudad como producto integral e integrador, dando lugar a modelos de urbes con una clara hegemonía del vehículo privado que condiciona el resto de usos y funciones y que relegan a un segundo plano el espacio público.
En ese contexto, el espacio público actúa exclusivamente como soporte a la función de movilidad, dando lugar a la denominada “ciudad de tránsito” (Navazo), de desplazamiento entre origen y destino, sin que esta función se alterne con otras funciones urbanas. El espacio público dedicado a otras funciones (diferentes a las de movilidad) se reduce a ámbitos concretos, reducidos y aislados del resto de elementos urbanos que componen la ciudad.
No obstante, la ciudadanía cada vez es más consciente de que el modelo de ciudad en la que habita no le permite vivir en comunidad, participar en la vida pública. Por ello comienza a ser urgente el rescate del concepto de ciudad como conjunto de usos y funciones distintas para cuya coordinación es necesaria una organización urbana dinámica, siendo el lugar donde ésta se desarrolla el espacio público.
El espacio público debe albergar otros usos además del de tránsito: es necesario el cambio hacia la “ciudad hogar” (Navazo), de compatibilización de actividades de convivencia con el desplazamiento, es decir, un espacio público “convivencial”. Se trata de recuperar las funciones propiamente “urbanas”, promover la diversidad de personas en la calle, la participación ciudadana, el incremento de la apropiación y del sentimiento de pertenencia a un lugar. Sin un espacio público así entendido puede hablarse de urbanización pero no de ciudad, y su importancia es máxima si se tiene en cuenta que las características del espacio público es el indicador de la calidad de una ciudad.
La consecución de esta transformación requiere pasar de la congestión-degradación existente en las ciudades a la conservación-transformación. Para ello se hace necesaria la apertura de calles y/o plazas, la reconversión de vías urbanas monopolizadas por el tráfico rodado, la mejora en ajardinamiento, mobiliario urbano, iluminación, equipamientos socioculturales, la animación lúdica y comercial (ferias, exposiciones, fiestas…). Lo anterior desembocará en la mejora del funcionamiento urbano, la promoción económica, la redistribución social, la mejora ambiental y la integración cultural. Y el único elemento capaz de articular esta metamorfosis será el espacio público.
¡Creemos espacio público, creemos ciudad!
Alguien comentó un día que cuando visita una ciudad siempre muestra una especial atención a sus edificios, porque a partir de ellos es fácil averiguar muchos aspectos de su historia, sobre todo cuáles han sido sus épocas de prosperidad.
Realizar este ejercicio de curiosidad y análisis en Ronda resulta complicado, no por lo que supone admirar sus preciosos inmuebles (claro está…), sino por el esfuerzo que requiere identificar la gran cantidad de ejemplos de arquitectura característica de prácticamente todas las épocas que ha recorrido la localidad. Pero merece la pena hacerlo, y si se hace, podrá identificarse un estilo que quizá haya pasado más inadvertido que otros, pero que no deja de ser la prueba latente de uno de los periodos de esplendor de la ciudad.
El final del siglo XIX y el principio del XX traen para Ronda el despertar de una moderada prosperidad económica ligada a la llegada del ferrocarril. El Puente Nuevo ha permitido saltar hacia la “ciudad nueva”, en la que comenzará a desarrollarse un urbanismo moderno en un espacio urbano en el que se asentará una flamante burguesía, emanada del resurgir económico, ansiosa por dejarse ver y sentir, y que será la que posibilite la construcción de edificios singulares basados en un estilo muy particular que, junto con los nuevos planteamientos urbanísticos, conseguirá cambiar la fisonomía de las calles de la ciudad y aportar un aspecto de modernidad a Ronda: el Modernismo.
Garrido Oliver afirma que el desarrollo del estilo modernista en Ronda es simplemente el resultado de la inmersión de la ciudad en este movimiento artístico que se está dando a nivel nacional en dos vertientes: el Modernismo “Catalán”, con Gaudí como representante, y el Modernismo “Internacional”, con influencias del Art Nouveau belga y francés y el Secesionismo vienés. En Ronda se da un Modernismo con influencia de ambas corrientes, principalmente de la segunda, aunque con unas características propias definitorias: más que imitar formas y elementos distintivos de la corriente artística, se inspirará en ellos y los adaptará para compatibilizarlos con otros estilos coetáneos también establecidos en la ciudad; el resultado será un estilo modernista de un “eclecticismo armónico” muy particular.
Garrido Oliver nombra a dos arquitectos como los artífices de los edificios más representativos del estilo modernista en Ronda: Pedro Alonso Gutiérrez y Santiago Sanguinetti. Alonso Gutiérrez introduce esta corriente en la ciudad, proyectando fachadas con claras pautas “internacionalistas” aunque sin abandonar el eclecticismo. Sanguinetti, en cambio, mantiene el estilo modernista “ecléctico” pero, además de diseñar originales y novedosas fachadas, introduce una nueva forma de concebir la arquitectura (desde el punto de vista estructural, funcional…), radicando en ello su gran transcendencia.
Muchas obras significativas de este estilo aún perviven a lo largo de la ciudad: en Carrera Espinel, número 19 y número 21; en Calle Sevilla, número 9, o en Plaza del Socorro, número 13 (de Sanguinetti), y Calle Virgen de los Remedios, 19 y Calle Tenorio, 2 (de Alonso Gutiérrez).
Ahora, conocer esta parte de la historia de Ronda a través de la arquitectura es muy fácil: con atrapar un plano, tomar perspectiva y mirar un poco más arriba de lo habitual es suficiente. Y recomendable…
Podría afirmarse que en todas las ciudades existen “descampados”, esos lugares aparentemente olvidados donde parece prevalecer la memoria de lo acaecido sobre la de lo vigente. Se han originado por la existencia de tensiones irresueltas que han imposibilitado su ocupación o los han empujado a su ruina. Son lugares que persisten en una evolución espontánea de desmantelamiento, áreas de las que puede decirse que la ciudad ya no se encuentra allí. Con su desaparición, la ciudad ha dejado tras de sí “territorios extraños” y ha fijado amplios espacios desocupados, desprovistos de objetivo o actividad, pero privilegiados para la experiencia: en ningún otro caso se tiene la posibilidad de ensayar programas con capacidad para estimular la actividad humana en el seno de la ciudad consolidada.
Pero, ¿cuáles son las consecuencias del borrado progresivo del tejido urbano y de la nueva relación entre edificios, calles y manzanas?, ¿cómo construir experiencia a partir de la negatividad, la ausencia, el extrañamiento y la imprecisión?, ¿cómo puede la arquitectura proyectarse en la ciudad en el mismo momento y lugar en que ésta se niega a sí misma?
No hay un estándar de lo que cada uno de estos vacíos puede llegar a ser. Estos espacios no resueltos de las ciudades crean una situación confusa pero potencialmente liberadora, ya que es precisamente aquí, donde el urbanismo tradicional no ha funcionado, donde casi se hace necesario manifestar órdenes, relaciones y tipos de espacios urbanos nuevos. Su resolución pasa por una ineludible reflexión general: se trata de defender la intervención como transformación de la realidad, promoviendo su crecimiento en vez de su disolución.
Hasta ahora, los modelos de renovación urbana han utilizado elementos como las plazas, los parques o los monumentos para intentar estructurar, sobre estos vacíos, la ciudad heredada, intentando otorgar carácter propio a trozos del continuo urbano según clichés dados y superpuestos. Pero el objetivo no debería ser camuflar la situación irresuelta alineándola a uno más de los espacios de manual, sino aprovechar lo específico de cada contexto para asumir el fruto de la tensión entre lo más particular (el vacío) y lo más general (la ciudad). Así, frente a soluciones falsamente articuladas, toscas sumas de partes congeladas, se apostaría por la ciudad como obra abierta en cuanto a forma y a estrategia de intervención, la ciudad cuyas partes no se organizan pintorescamente, sino que permiten percibir, con diversos acentos, la dimensión de la urbanidad.
Por tanto, una planificación actual y renovada no se orientaría hacia una adjudicación utilitaria de usos, sino a la asignación de áreas de actividad, a la planificación a través de estrategias que anticipen cualitativamente un comportamiento urbano todavía desconocido; intervendría en estas áreas a través de su reconceptualización y redistribución, borrando restos obsoletos, organizando nuevos solares, reincorporando físicamente en el paisaje los edificios supervivientes y provocando una reactivación programática.
Más allá de colonizar, de poner límites, orden y forma, el compromiso de cualquier proyecto en estos terrenos “intermedios” debería implicar también el conocimiento de sus problemáticas sociales, históricas, culturales..., de las características de sus entornos y de sus comunidades. Es decir, la intervención de la arquitectura debería dirigirse a través de la atención a la continuidad, pero no de la continuidad de la ciudad inmediata, sino todo lo contrario, a través de la escucha atenta de los flujos, de los ritmos que el paso del tiempo y la pérdida de los límites han establecido.
Escuchemos pues...
La actual fisonomía característica de la periferia de las ciudades, resultante de un urbanismo acelerado y protagonizada por calles desproporcionadas e inmensos bloques edificatorios, provoca que, a pesar (o a causa) de los amplios viales y áreas verdes presentes en estas nuevas zonas de expansión urbana, no existan espacios de relación y de encuentro que permitan reflexionar, individual o colectivamente, sobre si las prisas y el “autismo” forman parte de nuestra naturaleza.
Ante este panorama de escalas poco “humanas” que desvinculan totalmente el edificio de la ciudad, la ciudad de los ciudadanos y los ciudadanos de los ciudadanos, cabe plantear la posibilidad de crear otros espacios para convivir. Y puesto que en este contexto el urbanismo convierte en inútil el intento arquitectónico de recuperar la calle como un elemento de convivencia, quizá deba ser el propio edificio el que aporte soluciones
Este planteamiento trae a la memoria aquellas casas de vecinos de no hace tanto tiempo, edificaciones plurifamiliares en las que cada vivienda, lejos de quedar limitada por las cuatro paredes que la envolvían, se extendía hasta los pasajes y patios comunes; aquéllas en las que las relaciones personales comenzaban en la unidad familiar y se ampliaban hasta abrazar al resto de residentes; aquéllas en las que, además de habitar, se vivía. Sin duda, éstas podrían ser el punto de partida para propuestas actuales: los objetivos de entonces se mantendrían hoy (la ventilación, la regulación de temperatura, la salubridad…), y también la transformación de zonas meramente funcionales del edificio en espacios lúdicos, de convivencia, de refuerzo del concepto de comunidad.
No obstante, a pesar del entusiasmo que desprende la idea, no es capaz de mitigar un recelo: ¿realmente es este modelo de convivencia el que ansía la sociedad, o le es más atractivo un modelo “individualista” como el que ha conseguido implantarse de forma casi general? Y es que, siendo honestos, hoy en día, tener conciencia de vivir o no en comunidad no es una cuestión que forme parte de la vida diaria, posiblemente debido a que no se tiene constancia de otras alternativas que permitan comparar y elegir: sencillamente, lo que hay, es. Así pues, la simple posibilidad de elección que introducen propuestas como la planteada las converte en sustanciales, de ahí su interés.
Retomando la idea (sustancial e interesante ya), en la concepción de un edificio de viviendas que buscara el objetivo planteado seguramente primaría la interrelación entre las distintas áreas comunes, entre los distintos niveles y entre todos los elementos mencionados entre sí; también sería fundamental la permeabilidad del edificio frente al medio exterior (paisaje, clima, sociedad…). Esta interconexión no buscaría otra cosa que la comunicación y la integración de los habitantes del edificio y las de éstos con la ciudad.
El resultado sería “edificios de vivencias”.
Puede que hayamos interiorizado tanto la presencia del coche en nuestro quehacer diario que estemos perdiendo la capacidad de plantearnos si no será él el que realmente está diseñando y dominando nuestras ciudades y nuestras vidas, si realmente debe ser así, si existen otras alternativas…
Proponemos hacer un pequeño paréntesis en la rutina diaria y dedicar unos minutos a reflexionar sobre ello con cinco sencillas preguntas.
¿A quién pertenece la ciudad, al coche o a las personas?
En su origen el ser humano se desplazaba caminando, de manera que durante la mayor parte de nuestra historia las ciudades fueron localizadas y diseñadas a partir de esta forma de movilidad.
No obstante, a partir de la revolución industrial, con la consiguiente migración del campo a la ciudad y, sobre todo, el consecuente crecimiento urbano, este sistema tuvo que adaptarse a nuevas necesidades: los desplazamientos eran más largos y necesitaban ser más rápidos que los que permitía el desplazamiento a pie, lo que dio lugar a la aparición de nuevos medios de transporte. De todos los medios de transporte disponibles, fue el coche (por comodidad y rapidez) el que asumió el papel principal de la movilidad en la ciudad, debiendo las ciudades adaptarse a estos nuevos elementos, ajenos a ella hasta entonces.
Los vehículos requerían más superficie que los peatones, por lo que la ciudad se vio obligada a asignar la mayor parte del espacio público disponible al coche, dejando en un segundo plano a las personas. Esto comienza a ocurrir a principios del siglo XX, y seguirá dándose hasta llegar a nuestros días.
Cumplido un siglo de este modelo, se evidencia que la movilidad basada en el automóvil es insostenible: no hay espacio suficiente para todos los vehículos, la contaminación que generan supera los límites aceptables, el espacio urbano ha dejado de dedicarse a las personas, el estilo de vida de éstas es menos saludable… Estos hechos dan respuesta a la primera pregunta planteada, confirmando que las ciudades actuales no están diseñadas para los seres humanos, sino para los automóviles.
¿Es necesario replantearse la ciudad tal y como ahora la concebimos?
Jane Jacobs, gran referente del urbanismo del siglo pasado, decía en su libro “Muerte y vida de las grandes ciudades” (escrito en 1961 pero de rabiosa actualidad) que “las calles y sus aceras son los principales lugares públicos de una ciudad, sus órganos más vitales, son un medio de comunicación y contacto, una auténtica institución social”.
Quizás sea esta afirmación la que esté haciendo que cada vez más ciudades comiencen a considerar que dedicar sus calles al automóvil ha sido un error, ya que esta decisión ha llevado a modelos urbanos no sostenibles que generan altos grados de contaminación, impiden soluciones de transporte adecuadas y niegan el disfrute de la ciudad por parte de la ciudadanía. Así, algo tan aceptado por todos como es dedicar el espacio público a la circulación y el estacionamiento del vehículo se pone en tela de juicio frente a la necesidad de devolver ese espacio a las personas, de descongestionar la ciudad para hacerla más humana y habitable.
Jan Gehl, urbanista encargado de la peatonalización de Broadway, afirma que “el coche tiene los días contados en la ciudad”. Bajo esta perspectiva, compartida por muchos entendidos, esta segunda pregunta parece tener una única respuesta: la ciudad tal y como ahora la concebimos debe cambiar para ser recuperada por la ciudadanía. Es decir, la peatonalización de las ciudades es solo cuestión de tiempo.
¿Puede la ciudad funcionar sin coches?
Hoy por hoy quizá no sea completamente posible que la ciudad funcione sin coches, pero la implementación de propuestas dirigidas a la reducción del uso del automóvil debería permitir llegar progresivamente a un escenario en el que vivir en la ciudad prescindiendo del vehículo privado no sea un castigo, sino una cuestión de lógica social, económica, funcional y medioambiental.
Peatonalizar no significa que no existan aparcamientos para los vecinos, que no puedan circular autobuses, que no pueda haber reparto a través de camiones o que no se pueda llegar en taxi o pedaleando a un lugar. Peatonalizar significa simplemente dar prioridad a las personas frente a los coches: mejorar la calidad de vida de los ciudadanos y crear espacios más amables y acogedores: hacer las ciudades más “caminables”.
¿Cómo se peatonalizan las ciudades?
Peatonalizar supone un cambio en la planificación de las ciudades y, sobre todo, un cambio en la mentalidad ciudadana respecto a la concepción que todos tenemos sobre cómo funciona la ciudad.
Para el primero de los cambios es necesaria la toma de decisiones atrevidas, reflexionadas y efectivas. Heiner Monheim propone una serie de recomendaciones para una peatonalización que evite efectos negativos, que van desde el correcto posicionamiento y distribución de los puntos de atracción hasta el tamaño de la zona peatonal, pasando por la adecuada estructura de la zona peatonalizada, por la zonificación de ésta, por el diseño de las calles y por la correcta conexión de las áreas peatonalizadas con el transporte público y las zonas de aparcamiento “disuasorio”.
Para el segundo de los puntos es imprescindible un cambio en el pensamiento de las personas, que sin duda se trata del proceso más costoso. Por ello, resulta esencial comenzar a educar en este sentido, partiendo de explicaciones adecuadas y suficientes sobre la insostenibilidad del modelo actual y la necesidad de las medidas de peatonalización, para seguir con la sensibilización de la ciudadanía sobre el tema.
En cualquier caso, es primordial una correcta planificación, una visión integral de la actuación a nivel de área (no de calle) e, incluso, políticas de transformación integral de las áreas peatonalizadas a nivel económico y social.
Entonces, ¿el progreso de las ciudades supone una vuelta al pasado?
No pueden entenderse las propuestas de peatonalización como una vuelta al pasado si se tiene en cuenta que nunca antes existieron ciudades tan grandes y con tantos vehículos como las actuales, de modo que hacer esas ciudades más humanas y respetuosas con el medio ambiente y con las personas que las habitan es una solución actual a un problema de hoy.
Rolf Monheim, un clásico del estudio de las zonas peatonales alemanas, dijo al respecto: “una ciudad sin áreas peatonales representativas parece ahora desesperadamente anticuada”.
Parece que peatonalizar es signo de prosperidad…